El turismo cultural y la recuperación tras la pandemia

Tomé esta foto mientras paseaba con un grupo de turistas por Palermo el 9 de marzo de 2020, horas antes de que empezara el confinamiento en Italia

Cuando hace algo más de un año la pandemia lo detuvo casi todo, una de las primeras cosas que pasó a ser inimaginable fue el turismo. También quedó claro que sería una de las últimas en reactivarse: pasará mucho tiempo hasta que el flujo nacional e internacional de personas que viajan por ocio vuelva a ser el de febrero de 2020. España es un país que depende mucho -tal vez demasiado- del turismo: no sólo por la cantidad de extranjeros que lo visitan cada año, aunque ésa pueda ser la dimensión que más se destaca, sino también por la siempre creciente afición de los españoles a viajar al extranjero y porque España es la puerta de entrada en Europa de buena parte del turismo latinoamericano. Sin embargo, durante este año, hemos oído a menudo sobre las dificultades de otros sectores: la hostelería, por ejemplo, se ha convertido -en una versión tosca y populista del debate- en campo de batalla político en la Comunidad de Madrid. Sin embargo, el turismo ha aparecido en los medios de comunicación y en los programas de las administraciones públicas como mero sinónimo de hoteles de playa y agencias de viajes. A menudo pienso que el turismo no ha sabido explicar y poner en valor su dimensión cultural. De un modo parecido a lo que ha ocurrido con músicos, artistas o gestores culturales, los guías turísticos nos hemos quedado fuera de cualquier plan de rescate de los gobiernos ante la pandemia: frente a ayudas destinadas en exclusiva a evitar cierres, los guías turísticos -que no solemos depender de una estructura física y que vivimos de un trabajo enormemente precarizado y vinculado a bolos- no hemos tenido otras ayudas que las que nuestro estatuto de autónomos nos haya aportado.

Los guías, sin embargo, somos algo así como el elemento I+D+I de un sector que permite que millones de españoles, de ciudadanos de la Unión Europea y de viajeros de todo el mundo se desplacen para conocer otras culturas y países: el trabajo del guía turístico no sólo consiste en enseñar al turista monumentos o aconsejar sobre peculiaridades gastronómicas o fiestas populares y tradiciones. A menudo el guía -sobre todo el guía acompañante o tour leader- sirve de nexo entre el viajero y el lugar visitado, y su trabajo es al mismo tiempo el de un traductor que hace comprensible y accesible un espacio y una cultura ajenos y el de un cuidador responsable del bienestar del turista.

Durante años como guía he viajado por Europa con universidades de mayores, organizaciones de jubilados, asociaciones y centros culturales públicos y privados y multitud de viajeros y viajeras individuales. Estos años me han mostrado que el trabajo del guía turístico -con lo parodiable que puede resultar en su “si hoy es martes, esto es Bélgica”- ha sido y sigue siendo esencial para la difusión de una cultura verdaderamente democrática y universal, y, por ejemplo, en la historia reciente de España ha jugado un papel importantísimo en la la construcción de un cierto europeísmo e internacionalismo en el viajero español. Sin embargo, cuando los telediarios hablan del sector turístico lo que vemos siguen siendo los hoteles y los chiringuitos de Benidorm. Durante años, los gobiernos han concebido la cultura como algo excepcional y como algo inserto en la lógica de la mercancía. En el campo del turismo eso ha implicado la reducción del turismo cultural a un complemento “premium” del gran turismo de ocio, sol y playa, que se ha explotado de forma extractivista. El gobierno actual tampoco ha destacado por una sensibilidad especial hacia la cultura. Su concepción patrimonial de la cultura no es muy diferente de la de gobiernos anteriores: la gestión del patrimonio (con su procesión de conmemoraciones y centenarios) está igual poco interesada en una verdadera democratización y descentralización de lo cultural y, por supuesto, el turismo cultural tampoco cabe aquí. Por otra parte, a menudo, ciertos sectores sociales más sensibles a las cuestiones culturales reducen el turismo al incordio de los AirBnB, las chavaladas europeas de farra y los grupos de japoneses con sus cámaras de fotos por los centros de Madrid y Barcelona.

La salida a la crisis creada por la pandemia va a exigir ayudas al consumo (y al consumo cultural) que vayan más allá de las ayudas para evitar que cierren las empresas o los espacios. Del mismo modo que se dedican millones a activar el consumo de productos industriales, reactivar el turismo no sólo supone ayudar a hoteles y restaurantes para pagar sus deudas, sino también promover y facilitar de nuevo el viaje. Del mismo modo que se subvenciona la compra de un coche o de un sistema de calefacción ecológicamente sostenible, la ayuda al consumo cultural -y, como parte de él, al turismo cultural- contribuye a la activación total de la economía y será esencial para la recuperación de nuestra sociedad.

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