
“I want to travel by night across the steppes and over seas
I want to understand the cost of everything that’s lost
I want to pronounce all their names correctly.”
En cierta medida, mi historia es la historia de un fracaso. No de un fracaso personal, sino colectivo. Muy pronto -de tal palo, tal astilla- supe que iba a hace un modo de vida del cruzar fronteras, de la itinerancia de datos, del no ser de ninguna parte, del aprender a pronunciar todos los nombres de forma correcta, del sentirme más en casa en una habitación de hotel que en la que en ese momento fuese mi casa.
Poco heroico desde niño, mis modelos han sido menos (aunque un poco también, como fantasía) los ronin, los jesuitas euclideos de las cortes asiáticas o los conquistadores que los mercaderes holandeses, ingleses e italianos de la Europa del primer capitalismo. (Por eso, por cierto, nunca necesité tragarme el resto del pack gagá-liberal de Escohotado para reírme con él de “los enemigos del comercio”.)
Lo raro es que por un tiempo, durante los últimos 90 y toda la década siguiente, estuve convencido de que lo que en el pasado había sido la elección y el destino de unos pocos, en el siglo XXI sería la norma para muchos, que el nomadismo y el cambio constante de lengua e identidad estaba a punto convertirse en el modo de hacer las cosas de nuestra época. Y nada y nadie encarnaba ese sueño global como Ryuichi Sakamoto y su música. Su listado inacabable de colaboradores cosmopolitas (Caetano, Arto, Sylvian, etc.), sus estribillos en todos los idiomas cuyo estudio acumulaba, todo en Esperanto, Heartbeat o Smoochy remitía hacia el inevitable futuro global. Todos sabemos lo que ha pasado después.