
Es curioso y muy sintomático lo poquísimo de moda que están las películas de Peter Greenaway. En los últimos años el cine ha decidido seguir dos caminos: por un lado, el cine narrativo ha optado por la infantilización de los superhéroes y los elfos y por el regreso a las concepciones más lineales y decimonónicas del relato a través de la recuperación del modelo de la serialización; por otro, el cine de festivales y vanguardias se ciñe a un formato de lentitud y rarefacción. Ambos modelos, además, parecen presos de una nueva voluntad ascética y puritana adecuada a la sensibilidad inquisitorial de estos años: el cine comercial parece haber proscrito los cuerpos en general y el sexo en concreto; el de autor, está atado a la mirada documental y renuncia al artificio (¿hay artificio mayor que ignorar la artificialidad integral del empeño cinematográfico?)
Está claro que en ninguno de ambos modelos encaja el cine excesivo, escatológico y barroquísimo de Greenaway. En sus películas hay series, sí, pero no las series de capítulos, con su línea direccional y sus arcos narrativos, sino las series numéricas de las matemáticas barrocas que le exigen orden al caos y los compartimentos estancos del gabinete de curiosidades del coleccionista ilustrado.
Y, por supuesto, están los cuerpos. Cuerpos grandes y pequeños, gordos y delgados, que comen, cagan, mean y follan, que gozan y sufren. No, no me extraña que Greenaway no esté de moda.
Por eso, el regreso de El contrato del dibujante a la pantalla grande en Reino Unido -ese Reino Unido post-Brexit que se parece tanto a la sociedad en putrefacción de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, que era a su vez una fantasía a partir del Reino Unido de finales del tatcherismo- es una noticia maravillosa y la excusa perfecta para un viaje express allí. O, en todo caso, la confianza de que entre los regalos navideños hay se acuerde de incluir el BluRay del British Film Insitute con la restauración en 4K de la película.