
Cuando hace algo más de un año la pandemia lo detuvo casi todo, una de las primeras cosas que pasó a ser inimaginable fue el turismo. También quedó claro que sería una de las últimas en reactivarse: pasará mucho tiempo hasta que el flujo nacional e internacional de personas que viajan por ocio vuelva a ser el de febrero de 2020. España es un país que depende mucho -tal vez demasiado- del turismo: no sólo por la cantidad de extranjeros que lo visitan cada año, aunque ésa pueda ser la dimensión que más se destaca, sino también por la siempre creciente afición de los españoles a viajar al extranjero y porque España es la puerta de entrada en Europa de buena parte del turismo latinoamericano. Sin embargo, durante este año, hemos oído a menudo sobre las dificultades de otros sectores: la hostelería, por ejemplo, se ha convertido -en una versión tosca y populista del debate- en campo de batalla político en la Comunidad de Madrid. Sin embargo, el turismo ha aparecido en los medios de comunicación y en los programas de las administraciones públicas como mero sinónimo de hoteles de playa y agencias de viajes. A menudo pienso que el turismo no ha sabido explicar y poner en valor su dimensión cultural. De un modo parecido a lo que ha ocurrido con músicos, artistas o gestores culturales, los guías turísticos nos hemos quedado fuera de cualquier plan de rescate de los gobiernos ante la pandemia: frente a ayudas destinadas en exclusiva a evitar cierres, los guías turísticos -que no solemos depender de una estructura física y que vivimos de un trabajo enormemente precarizado y vinculado a bolos- no hemos tenido otras ayudas que las que nuestro estatuto de autónomos nos haya aportado.
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